La imagen internacional de Costa Rica se forjó durante décadas: democracia estable, instituciones sólidas y una cultura política relativamente alejada de las turbulencias regionales. Hoy esa reputación se ve desafiada por más que una elección polarizada: el presidente Rodrigo Chaves enfrenta varios procesos penales y electorales, intentos reiterados de levantar su inmunidad y una confrontación abierta con el Tribunal Supremo de Elecciones.
No es solo una disputa doméstica. Con la cuenta regresiva hacia los comicios del 1 de febrero de 2026, la forma en que Costa Rica resuelva este conflicto enviará una señal al hemisferio sobre si mantiene su condición de democracia madura o si permite que la justicia sea percibida como un instrumento de disputa política.
Las críticas por supuesta falta de imparcialidad son solo una parte del problema. También hay acusaciones planteadas por la Fiscalía General en expedientes que, al revisarse con detenimiento, muestran debilidades jurídicas que generan dudas legítimas sobre su solidez.
En el ámbito electoral, se busca imputar al Presidente parcialidad por intervenciones puntuales. La figura que protege la igualdad en la competencia electoral, dirigida a funcionarios públicos, no debe convertirse en un mecanismo para sancionar la expresión político-partidaria propia de quien ocupa la jefatura del Estado. Es esperable que un gobernante conserve una identidad partidaria y, en democracias consolidadas, los jefes de Estado compatibilizan esa pertenencia con el desempeño de sus funciones. Un Presidente seguirá opinando sobre asuntos de interés nacional, tomando decisiones de política pública y ejecutando su agenda durante toda la administración, incluido el período de campaña.
Por eso resulta problemático utilizar un inventario de declaraciones y decisiones propias del ejercicio presidencial para armar un expediente sancionador que, en el peor de los casos, pueda derivar en destitución o inhabilitación.
Eso es lo que está ocurriendo en Costa Rica. A pocas semanas de la elección, la petición de desafuero por parte del Tribunal Supremo de Elecciones introduce una inestabilidad institucional importante. La medida no solo modifica la contienda política, sino que afecta la certidumbre jurídica, inquieta a actores económicos y disminuye la confianza en el arbitraje electoral. Por su oportunidad, efecto y selectividad, la intervención termina por incidir en la propia campaña.
La justicia electoral debe ejercer un papel de árbitro, no de protagonista. Sin embargo, el Tribunal ha contribuido a la percepción de parcialidad. El presidente Chaves ha concentrado un número inédito de denuncias de este tipo, casi el doble de las recibidas en conjunto por los cinco mandatarios anteriores, lo que alimenta la impresión de que se le aplica un estándar distinto.
No podemos normalizar el desafuero como herramienta de confrontación política. Dos intentos en el año final del mandato generan un precedente delicado. El Tribunal Supremo de Elecciones y el Ministerio Público son instituciones esenciales para la democracia y el Estado de Derecho: deben ser, y parecer, independientes. Su involucramiento en maniobras de esta naturaleza no solo los compromete, sino que erosiona la confianza general en el país. El traslado de conflictos políticos al ámbito institucional debe terminar, tanto para lo que resta de la presente gestión como en principio para preservar la salud democrática de Costa Rica.
El mensaje ya ha trascendido las fronteras. El Congreso de Estados Unidos convocó a la embajadora Catalina Crespo para aclarar la posible instrumentalización institucional con fines políticos, y el congresista Mario Díaz-Balart manifestó públicamente su preocupación. Que Estados Unidos —que suele considerar a Costa Rica una “democracia modelo”— cuestione si la justicia electoral se está usando con motivaciones políticas es una señal relevante para el país y la región, sobre todo en un momento en que la administración estadounidense otorga especial atención a sus socios hemisféricos.
Costa Rica se ganó con méritos la reputación de democracia madura y estable. Hoy enfrenta una encrucijada: evitar que la justicia se convierta en campo de batalla político y no sumarse a la lista de países donde los procesos judiciales se usan o se perciben como represalia o herramienta electoral. La decisión que se adopte en los próximos meses marcará su reputación institucional durante muchos años.
* El autor es un reconocido empresario de Costa Rica.


