3 de diciembre de 2025
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Fin del consenso moral de Occidente

En La era de Hitler (y cómo sobrevivir a ella), Alec Ryrie plantea que el eje moral de Occidente está cambiando profundamente. Lejos de ser un estudio centrado en la biografía de Adolf Hitler o en el periodo 1933-1945, el libro, breve y conciso, analiza cómo, tras la Segunda Guerra Mundial, la narrativa moral predominante en Europa y América del Norte se desplazó desde un marco cristiano tradicional hacia la construcción de la lucha contra el nazismo como mito fundacional contemporáneo.

Ryrie, historiador del cristianismo y de la Reforma protestante, sostiene que ese desplazamiento no solo modificó el discurso público, sino que dio forma a la moralidad moderna basada en los derechos humanos y en la condena taxativa del mal personificado por Hitler. Según el autor, durante la Guerra Fría la tradición cristiana mantuvo cierta influencia, en parte por su papel en la oposición ideológica al “comunismo sin Dios”.

Sin embargo, transformaciones sociales —como el relevo generacional y los cambios en los roles de género y en las normas sexuales— aceleraron el distanciamiento de la ética cristiana, sobre todo cuando se reconoció que muchas iglesias habían fallado moralmente frente al nazismo. Ese desencanto empujó a amplios sectores hacia una alternativa secular que situó a la Segunda Guerra Mundial y al nazismo en el centro de la memoria colectiva. Ryrie describe este proceso como un “despertar ético” que culminó en la adopción generalizada de los derechos humanos, formalizados por la ONU en 1948.

El mal radical

El juicio a Adolf Eichmann en 1961 contribuyó a situar el Holocausto en el corazón del debate público y a consolidar la idea del nazismo como ejemplo de “mal radical”. Desde entonces, Hitler pasó a fungir como una referencia moral absoluta: una invocación sencilla para condenar comportamientos o regímenes comparándolos con el nazismo. No obstante, Ryrie observa que ese marco moral está perdiendo fuerza. La reducción del poder colonial europeo, la llegada de inmigración procedente de fuera de Occidente y la revalorización de otros crímenes históricos —como los asociados al imperialismo o a la trata de esclavos— han puesto en cuestión la centralidad moral exclusiva del periodo nazi.

Para muchos, la obsesión occidental con el nazismo actuó como un “escudo de virtud histórica” que retrasó un examen más profundo de otras injusticias propias del pasado. En consecuencia, el genocidio nazi dejó de ser el único hecho histórico con monopolio sobre la autoridad moral global.

Ryrie valora parcialmente este cambio, ya que, según él, el consenso moral posbélico condujo a interpretaciones problemáticas, entre ellas la glorificación de la guerra como herramienta moral. Esa convicción justificó, a su juicio, intervenciones militares posteriores —por ejemplo en Vietnam, las Malvinas o Irak— al asumir que la acción militar era el mejor medio para derrotar el mal, sin ponderar suficientemente alternativas como el pacifismo o la no violencia.

Distorsiones de la brújula moral colectiva

El autor advierte también que la conversión de Hitler en símbolo del mal absoluto distorsionó la brújula moral colectiva al sustituir un referente positivo —el ejemplo de Jesús— por uno negativo. Al debilitarse la convicción de un bien ejemplar, la ética pública quedó principalmente definida por la oposición: la condena del mal y la defensa de derechos y libertades individuales. Esa orientación, según Ryrie, ha profundizado la división entre progresistas secularistas y conservadores tradicionalistas.

Mientras que algunos progresistas buscan continuamente nuevos objetivos a los que aplicar la etiqueta de “nazi”, muchos conservadores rechazan los valores posnazis por considerarlos moralistas e intrusivos. El efecto, plantea Ryrie, es una sociedad occidental menos capaz de coordinar respuestas colectivas frente a retos como la pandemia de COVID-19 o la crisis ambiental.

Para superar ese estancamiento, Ryrie propone una “síntesis moral” entre izquierda y derecha: pide a los progresistas que reconozcan y respeten tradiciones sociales arraigadas —incluido el legado cristiano— y exhorta a los conservadores a aceptar que los valores surgidos tras la derrota del nazismo pueden integrarse con principios cristianos como el arrepentimiento, el perdón y la humildad. Solo desde ese diálogo, sostiene, podría reconectarse un sentido positivo de lo bueno con una comprensión moderna de lo malo y reducir las guerras culturales.

Críticas a la unanimidad moral

En una reseña en Los Angeles Review, Gavriel D. Rosenfeld cuestiona la base histórica de las tesis de Ryrie. Rosenfeld recuerda que la supuesta unanimidad moral posnazi fue debatida desde sus primeros años: en la década de 1930 algunos católicos irlandeses compararon el imperialismo británico con las atrocidades nazis; activistas por los derechos de los afroamericanos equipararon los linchamientos con crímenes de guerra; y conservadores denunciaron que las matanzas de Stalin eran tan atroces como las de Hitler. Estos ejemplos, afirma Rosenfeld, muestran que la unanimidad que describe Ryrie nunca fue total.

Rosenfeld propone ver el fenómeno señalado por Ryrie como una fase más en la continua competencia por la memoria del nazismo. Desde 1945 distintos grupos han disputado la interpretación del Tercer Reich: los conservadores tuvieron mayor influencia entre 1945 y mediados de los sesenta, mientras que sectores liberales y de izquierda ganaron protagonismo desde entonces hasta finales del siglo XX. Lo que Ryrie interpreta como declive de la “era de Hitler” podría, según Rosenfeld, ser el desplazamiento del paradigma liberal por nuevas corrientes iliberales tanto de derecha como de izquierda.

El papel central que Ryrie otorga al cristianismo también recibe críticas. Rosenfeld apunta que Occidente no evaluó a Hitler únicamente en contraste con la figura de Jesús, sino también comparándolo con otros tiranos y villanos históricos de carácter secular, como Nerón o Napoleón. Además, subraya que Ryrie subestima la contribución decisiva de los judíos, y en particular de las víctimas y sobrevivientes del Holocausto, en la construcción de la memoria sobre la era nazi.

Rosenfeld recuerda que muchos supervivientes y pensadores judíos nunca compartieron plenamente la perspectiva moral cristiana y siempre temieron la relativización del nazismo. Autores como Jean Améry y Primo Levi advirtieron sobre la banalización y el distanciamiento generacional respecto al recuerdo del Tercer Reich, lo que refuerza la idea de que el consenso moral era más complejo y fragmentado de lo que Ryrie sugiere.

La persistencia de Hitler

En la última década la invocación del legado nazi en debates públicos y políticos se ha intensificado: múltiples actores emplean la figura de Hitler como herramienta retórica para juzgar crisis contemporáneas. Esto evidencia tanto la persistencia de Hitler como una analogía histórica dominante como la recurrente instrumentalización de la memoria —liberal o iliberal— con fines políticos.

El mérito de Ryrie, concluye el texto, reside en fomentar la búsqueda de un diálogo entre progresistas y conservadores. Sin embargo, reconoce que avanzar en esa dirección es complejo en un contexto marcado por el auge de tendencias autoritarias y por conflictos prolongados que complican cualquier reconciliación moral simple.

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