1 de diciembre de 2025
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Enfermera cara a cara con Yiya Murano que comió masitas

Durante años, Marta Medrano pensó que aquel episodio era solo una anécdota entre tantas guardias interminables. Con el paso del tiempo, y tras volver a oír el nombre de Yiya Murano en documentales y programas, comprendió que en realidad había estado mucho más cerca de aquella historia de lo que había imaginado.

“Me las comía. Nadie las quería recibir, pero yo sí”, recuerda ahora, entre risas que esconden un escalofrío. Habla de las masitas y facturas que, en 2003, la mujer conocida como la Envenenadora de Monserrat le llevaba envueltas en un paquetito con moño cada vez que visitaba a su último esposo, Julio Banín, internado en el Sanatorio Colegiales.

Marta no era una enfermera improvisada: era Licenciada en Enfermería por la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF) y acumulaba décadas de experiencia en internación general, cirugía, ostomía y piso clínico. Incluso para alguien habituada al límite humano de las guardias, aquella situación la desconcertó.

“Cuando me dijo ‘las otras chicas no quieren recibir nada, viste las cosas que se dicen’, ahí me cayó la ficha”, cuenta. Aun así, aceptó las donaciones.

El día que apareció la visita más inesperada

Era 2003. Marta llegaba a tomar la guardia cuando una compañera la interceptó con tono de broma:

—Hoy tenemos una acompañante VIP, la mujer de un paciente…

Ella sonrió; sus colegas sabían que le interesaban los casos periodísticos. Pero no la prepararon para lo que vería: al entrar en la habitación reconoció a la mujer. “La miré y me di cuenta inmediatamente. Era ella”, dice. No hicieron falta presentaciones.

Murano —alta, con polleras largas y anteojos gruesos que ampliaban su mirada— estaba acompañando a su marido, internado tras una intervención. Según Marta, él era Julio Banín y era ciego; admite que la memoria puede fallar tras dos décadas, pero no su sensación: “Era amable, seductora. Tenía algo… un encanto raro”.

El primer paquetito con masas

Al día siguiente, al llegar al piso, le avisaron:

—Te andaba buscando la esposa del paciente con facturas o masitas.

En el pasillo, Yiya se acercó con una bandeja envuelta en papel cristal y un moño. “Aquí te traje para que tomes el café, Marta”, le dijo con un tono suave que aún recuerda. Las demás enfermeras se mantuvieron a distancia; ninguna tocó lo que traía. “No, nadie quería agarrar las facturas ni las masas. Yo las abrí”, relata.

Yiya le explicó, de forma indirecta, que las demás no las aceptaban por lo que se decía de ella. Solo entonces Marta entendió: se referían a las muertes vinculadas a Murano y a su paso por la cárcel.

La única que se las aceptaba

Mientras sus colegas rechazaban cualquier obsequio, Marta aceptaba los paquetitos y los llevaba a su casa para compartirlos con su marido y sus hijos. “Pensaba: ‘¿por qué me va a envenenar a mí si no hay interés económico ni relación de deuda?’”, recuerda hoy con mezcla de incredulidad y alivio.

Una compañera, Tania, la cargaba y le decía que estaba loca. Marta se convencía de que no tenía motivos para temer: ni debía dinero ni mantenía un vínculo que justificara un ataque. Lo sorprendente, cuenta, era la constancia de Yiya, su educación, su interés por conversar y la aparente vulnerabilidad que mostraba. “La veía casi como una mujer buena. Me daba pena. Tenía ese lado seductor que te envolvía”, admite. También reconoce que su formación como enfermera la inclinó a la compasión: “Uno tiende a humanizar incluso cuando no debe”.

Los días en que la cárcel también habló

Años después, al comentar la experiencia con una amiga, Marta escuchó algo que la dejó muda: la madre de esa amiga había sido celadora de Yiya en la cárcel. Según ese testimonio, Murano era una presa sociable, siempre prolija, amable y con un discurso firme en el que repetía que no había sido culpable.

En ese período Marta trabajaba intensas jornadas: turnos dobles, noches sin descanso, a veces dieciséis horas seguidas, hasta regresar a casa y volver al sanatorio. Fue profesional de internación general en el Sanatorio Colegiales y luego en CEMIC. Con tantos pacientes y guardias, algunas figuras quedan grabadas; en su caso, la figura de Yiya fue una presencia que la marcó.

Yiya, un poco de historia

María Bernardina de las Mercedes Bolla Aponte de Murano, nacida en 1930, fue detenida en abril de 1979 acusada de envenenar con cianuro a tres mujeres de su entorno —Nilda Gamba, Lelia Formisano de Ayala y su prima Carmen Zulema del Giorgio Venturini—, vinculadas a deudas con Murano. El caso tuvo amplia repercusión mediática. En 1985 fue condenada a 16 años por homicidio reiterado agravado por el uso de veneno y cumplió prisión en Ezeiza y Devoto. En 1995 obtuvo la libertad condicional y vivió en el barrio de Once. En sus últimos años apareció en televisión, negando los hechos. Murió en 2014, a los 83 años, en un geriátrico de Belgrano y fue sepultada en la Chacarita. Su hijo Martín, con quien tuvo una relación conflictiva y distante, escribió el libro “Mi madre, Yiya Murano”, en el que relata una infancia difícil y reconoce que su madre fue una asesina serial.

¿Qué quedó en Marta después de todo?

A más de veinte años de aquellas guardias, Marta sigue recordando a la mujer alta, de pollera larga y anteojos gruesos que caminaba por el pasillo con un paquetito en las manos. “La gente la despreciaba; yo veía cómo nadie quería tocar lo que traía. Pero ella jamás se mostró débil. Estaba convencida de sí misma, fuerte y segura”, resume.

Cuenta que a menudo, al acostarse, rememora la escena. “Parecía una pobre mujer. Yo la veía así. Eso me confundía”, admite. Sin embargo, reconoce ahora otros rasgos: “Evidentemente tenía algo… una patología, un modo de seducir desde todos los lugares. Era alguien que no se quebraba nunca”.

Marta ni su familia resultaron envenenados: las masitas y las facturas fueron solo eso. Pero la experiencia quedó como un recuerdo inquietante que ella comparte con los equipos que dirige en atención domiciliaria y con nuevos colegas, que se sorprenden al escucharla. En un sanatorio donde muchos pacientes pasan sin dejar huella, Murano dejó la marca de una presencia amable pero inquietante, cordial pero cargada de ambigüedad. Marta concluye con mesura: “Más allá de lo que haya hecho, conmigo se comportó respetuosamente. Nunca fue maleducada. Yo cumplí con mi trabajo”.

Quizás por eso la historia, que pudo perderse entre tantas guardias, sigue viva: muestra la intimidad mínima y doméstica de una mujer célebre por un crimen, y la memoria de una enfermera que aceptó lo que otros rechazaban sin saber del todo a quién atendía.

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