2 de diciembre de 2025
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Enfermedad que devora los huesos en el norte de Kenia

Cuando no recibe su medicación, Jennifer Ekai describe una sensación de ser “devorada por dentro”. Padece micetoma, una enfermedad tropical desatendida que, por la falta de investigación y financiación, arruina la vida de muchas personas en Turkana, el condado más pobre del norte de Kenia.

Ekai, de 21 años, recuerda el momento en que, a los diez, notó un pinchazo en el pie derecho; hoy camina cojeando con ese pie deformado y lleno de pequeñas llagas, mientras su hija Bianca, de cuatro años, la sigue constantemente.

El micetoma figura entre 25 enfermedades que afectan a millones de personas, muchas de ellas marginadas y residentes en zonas tropicales, y para las que los tratamientos son obsoletos, tóxicos, insuficientes o costosos.

“El micetoma es la desatendida de las desatendidas”, dice en Nairobi la doctora Borna Nyaoke-Anoke, de la Iniciativa Medicamentos para Enfermedades Desatendidas (DNDI).

La enfermedad es endémica en lugares como México, Irán, Sudán, Somalia y el norte de Kenia. Tiene dos formas: bacteriana y fúngica, siendo esta última más grave. Ataca tejidos comenzando por la piel y, si alcanza el hueso, la única alternativa suele ser la amputación.

Aunque no suele ser letal en etapas iniciales, el micetoma destruye medios de vida, pues afecta a comunidades pobres que dependen del trabajo manual y de los desplazamientos, como los pastores nómadas de Turkana.

No se conoce bien su prevalencia global porque la enfermedad no es de notificación obligatoria en Kenia ni en la mayoría de los países donde existe.

La carencia de datos deja a los pacientes en el abandono y dificulta que los medicamentos se incluyan en los presupuestos nacionales de salud.

Según Nyaoke-Anoke, “son las personas y no las enfermedades en sí las que están desatendidas”, en términos de atención sanitaria, educación y otras necesidades básicas.

Turkana es el más desfavorecido de los 47 condados de Kenia, con una tasa de pobreza de alrededor del 80%, según datos oficiales de 2022.

Diagnóstico y tratamiento

En el Hospital de Referencia de Lodwar, la capital de Turkana, la luz obliga a entrecerrar los ojos. Decenas de personas llegadas de distintos puntos del condado esperan ser atendidas en el centro de una sola planta.

El técnico de laboratorio John Ekai, de 30 años, examina el pie inflamado de un joven, mientras el hermano del paciente se queja del coste del trayecto en mototaxi desde la remota aldea: 8.000 chelines (unos 55 euros).

“Para recibir el tratamiento adecuado, necesitas el diagnóstico adecuado”, señala Ekai, formado por la ONG española Cirugía en Turkana, que organiza un campamento médico anual en la zona desde hace dos décadas.

Ese diagnóstico no siempre está disponible para habitantes de aldeas remotas en la árida sabana, que caminan descalzos y pueden pincharse con espinas de acacia —posibles portadoras de los agentes infecciosos— y dependen de dispensarios con recursos limitados.

“Creo que aún no es un buen candidato para operarse”, le dice la doctora Francisca Colom a Ekai durante una videollamada.

De los cerca de 120 pacientes registrados por el hospital hasta ahora, “algunos acuden a las revisiones, otros se pierden porque no vuelven tras recibir la primera medicación”, explica esta microbióloga española.

El tratamiento plantea grandes retos. Aunque la cirugía puede ser una opción, el fármaco más recomendado hoy es el itraconazol, un antifúngico que debe tomarse en pastillas dos veces al día durante más de un año.

Esto resulta prácticamente imposible para muchos, porque actualmente solo la ONG española suministra la medicación de forma gratuita; su coste anual puede alcanzar los 2.000 euros por paciente.

Esas dificultades repercuten en la efectividad: aunque la tasa de curación del micetoma fúngico puede llegar al 80%, en la práctica cae incluso hasta el 35%, según DNDI, que apoya un ensayo clínico de un nuevo fármaco con una dosificación más sencilla.

Ekai Akumal Losike conoce bien esos obstáculos. Antes de que el micetoma afectara su pie izquierdo, este pastor de 41 años tenía unas 400 cabezas de ganado con las que recorría largas distancias en busca de pastos.

Hoy apenas conserva diez cabras y seis burros; el resto le fueron robados o los vendió para pagar las medicaciones que recibió antes de obtener el diagnóstico correcto, más de un año después de contraer la infección.

Ni siquiera sabe si podrá pagar las tasas escolares de sus cinco hijos, lamenta.

Sentado sobre una estera en su choza, junto a la tradicional banqueta de madera usada por los hombres turkana, Losike asegura que no ha faltado “ni a una sola dosis”, pero el pasado octubre, al acudir al hospital a por más medicación, le dijeron que “se habían agotado”.

(con información de EFE)

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