Este domingo vamos a votar. Vamos a elegir diputados y senadores que van a levantar la mano en nombre de todos nosotros. La pregunta es: ¿de verdad nos sentimos representados por la totalidad de quienes van en las listas? ¿O vamos, una vez más, a votar tapándonos la nariz, con el corazón dolido, pero con la sensación de que no queda otra? Porque seamos honestos, esta no es una elección de medio término más. Es una mezcla de incertidumbre y esperanza. Porque si todavía la seguimos peleando, si no nos rendimos, es porque hay algo más grande que la política, más grande que cualquier partido o dirigente: la Argentina que duele pero que amamos.
Vivimos en un país donde la política se alejó tanto de la gente que ya no solo vive en Narnia, sino que se ha dado el lujo de convertir el Congreso en un burdo circo cabaretero donde da lo mismo “ser un burro que un gran profesor”. Han convertido el debate político en el cambalache del siglo XXI.
Mientras tanto, la realidad de los ciudadanos de a pie va por otro lado: la jubilada que no puede pagar los medicamentos, el vecino que camina con miedo de que vuelvan a asaltarlo y esta vez lo maten, el chico que estudia y sueña más con irse que con quedarse, la pyme que quiere producir y crecer, el trabajador que mira fin de mes. La síntesis de una Argentina de quienes la pelean todos los días.
Muchos de los que hoy prometen soluciones ya estuvieron antes. Y no hace tanto. Son los mismos que gobernaron mientras se vaciaban escuelas y hospitales, mientras se repartían vacunas entre amigos, mientras se fundía el país y se multiplicaban las villas de la pobreza y del abandono, mientras se robaban todo. Los que se llenan la boca con la palabra “patria” y nos hablan de futuro, pero todavía no explicaron ni se hicieron cargo del pasado que nos dejaron.
También debemos sincerarnos puertas adentro, donde hay parte de esos mismos de siempre que solo buscan su beneficio personal disfrazados de lo que no son. Quienes convierten ideales en oportunismos, sin caminar un barrio ni escuchar a un solo vecino. Cuando nos preguntan “¿y ustedes no eran distintos?”. Duele. Duele porque, en parte, tienen algo de razón. Porque no vinimos para repetir lo mismo. Y entonces llega la conclusión incómoda, la que nadie dice, pero muchos sienten: “tenemos que taparnos la nariz para votar”. Ahí está la verdadera crisis de representación.
No es que la gente no entienda la política. Es que la política dejó de entender a la gente. No somos parte de esa política, por eso no estamos para callarnos sumisamente, esta es la base de la verdadera lealtad. No somos corderos, somos leones. No estamos acá para ser cómplices de los oportunistas de siempre. Estamos acá porque nos duele ver al país así, porque nos duele no saber a veces qué decirles a nuestros hijos, porque nos duelen nuestros jubilados, porque nos duele ver el miedo metido en cada casa. Pero también estamos convencidos de que todavía podemos hacer las cosas bien. Que todavía podemos representar sin mentir, sin negociar los principios, sin vender la palabra.
Por eso no le pedimos al vecino que confíe ciegamente. Le pedimos que mire, que evalúe, que pregunte, que exija. Que no entregue su voto como quien entrega una fe ciega, sino como quien entrega una responsabilidad. Que, si vota, vote con la cabeza, aunque duela; y si no vota, que al menos no renuncie a creer que esto puede cambiar.
Argentina no es una boleta. No es un partido ni una interna. Argentina es el abrazo de una madre a su hijo, el silencio de un trabajador al llegar a casa, el orgullo de un veterano de Malvinas, el miedo de un vecino en la madrugada, la fe de los que siguen sembrando, aunque no sepan si van a cosechar. Es esa mezcla rara de dolor y esperanza.
Pase lo que pase el próximo domingo, salga como salga la elección, el lunes la política está obligada a mirarse al espejo. A pensar en el país más que en conveniencias personales o partidarias. A dejar de lado la soberbia y el conventillo y a empezar a pensar en el argentino de a pie, en el que la pelea todos los días, en el que no pide privilegios, solo respeto. Porque lo que quedó en evidencia en este cambalache del Congreso, en la bajeza y la hipocresía cínica de algunos, es que carecemos de consensos mínimos para construir políticas de Estado que trasciendan a los gobiernos de turno y nos definan como Nación. Y sin Nación, no hay futuro posible.
Este domingo, votemos. Con esperanza, con dudas, con enojo si hace falta, pero votemos sin renunciar a lo más importante: a la convicción de que este país vale la pena. El cambio verdadero se defiende con coherencia y hechos; quienes se aprovechan de las causas y de las banderas para beneficio propio deben quedar al margen, caiga quien caiga. Ni un paso atrás, porque no se trata de quién gobierna, sino de no volver a lo que nos destruyó.


